miércoles, 15 de marzo de 2017

HEDORES FÉTIDOS

HEDORES FÉTIDOS



Sus ojos blancuzcos presentes ante mí en la profunda y muda oscuridad. Nada más. Nada más que esas imitaciones de bolas de billar con un pequeño gris en el medio. Solo eso acompañado de una respiración espesa y fétida. 




El timbrar de la alarma matutina, cuando el reloj marcaba las cinco cuarenta y cinco, interrumpió mi dormir para hacerme calentar el agua y entrar a una ducha que me despabilaría. Continuando con un emparedado de huevo y jugo de arándanos. Llegué a la parada del bus y terminé temprano con mis pendientes por lo cual llamé a un viejo amigo para quedar en un restaurante y pasar la tarde charlando. Al salir del restaurante, el atardecer, en el horizonte, cedía su lugar la luna nueva.  Nos despedimos tomando caminos separados y llamé un taxi que me tomó a la puerta de mi casa.

 Vestí algo más cómodo y extendí las sabanas sobre la cama, pero no me acosté en ese momento. Una sensación que me incitaba a ir al recibidor se adentró a mí con una locura sutil. En medio de una discusión entre la somnolencia y esa sensación, que me obligaba de algún modo a estar de pie, inició y terminó barriéndome por el corredor, pasando por el comedor, deteniéndome frente a un estéreo que pertenecía a mi abuelo.

Debajo, en una compuerta, se alineaban elepés de algunos artistas que conocía y otros que me negaba a escuchar por la impresión de sus raras portadas, prediciendo que la música no sería de mi gusto. 

Esa noche un disco tomó mi atención en sus irreconocibles letras plasmadas color óxido. Esa misma sensación me llevó a tomarlo entre mis dedos y prestarle una minuciosa atención a la cubierta de tonos extraordinarios, revueltos unos con otros creando unas mezclas impronunciables. A los dos minutos me di por vencido al tratar de entender lo que decía y pasé a voltearlo. En el reverso había sólo una frase corta, a mi imaginar eran sólo dos palabras, palabras que quizá quieren decir algo más que sólo dos palabras; probablemente se trataba de una oración compleja que sólo el autor comprendería. A los costados se balanceaban dos animales de lo que pretendía ser una soga gruesa y maltratada, verduzca amarillenta. Eran un tipo de simios deformes y de ojos minúsculos contrastados por un hocico descomunal. Un descolorido en sus cuerpos era interrumpido con pequeñas cortadas en sus pieles. Todo lo demás parecía un derrame de pinturas en una piscina, confundiéndose unas con otras, entremezclándose, creando nuevos colores y haciendo desaparecer muchos otros. 

Una tentación llegó a mí de colocarlo en el tornamesa que se postraba sobre el no tan moderno estéreo. Saqué un sobre de papel de dentro de la funda. Un sobre blanco con un punto en el medio  de color negro y del otro lado era negro con un punto del mismo tamaño que el otro, diferenciado por su blancura. Abrí el sobre y el enorme disco de vinilo era de color gris, diferente a los convencionales negros. No tenía letra alguna legible escrita, sino el mismo texto que la funda. 

Lo coloqué cuidadosamente en el tornamesa encendiendo esta misma. Bajé la aguja y rozando el elepé se reprodujo un silencio perfecto. No se escuchaba nada más allá. El sonido externo había callado. 

Me senté en el sofá que estaba frente al estéreo y puse detenida atención esperando una primera nota musical. Pasó un minuto y el silencio reinaba la casa. Aburrido de la espera me levanté por un vaso de agua para calmar la sed que se veía venir. Cogí un vaso y lo posé bajo la llave, al abrir no salió nada lo cual me extrañó así que viré la otra manecilla pero, de igual modo que su compañera, no expulsó agua alguna. Ignoré eso como una mala suerte y abrí el refrigerador esperando sacar una cerveza helada, pero estaba apagado. Debía estar desconectado, pensé, sin embargo el enchufe me contradijo al mirar que, en efecto, estaba conectado y debía funcionar. Un poco molesto y perdido, tratando de comprender la situación, traté echar a andar el microondas pero, tal como el refrigerador, estaba conectado pero no encendido.

No busqué lógica alguna que la ciencia pudiera explicar y me adentre a pensamientos relacionados con algo fuera de mi alcance. 

Retorné al sillón y me detuve frente a éste. Se inició una turbia melodía que aumentaba poco a poco. Era una bella melodía que a la vez calaba los nervios espinales con cada nota dejando una huella de un vacío solemne. El desconocido compositor era talentoso, hacía sonar el violín de una manera dichosa y elegante, descomunal y cautivante. Por unos minutos olvidé todo: el fallo con el microondas y el refrigerador, e inclusive la sensación que anteriormente me había traído hasta aquí privándome del sueño. 

De un salto busque con la mirada el reloj, marcaba las dos veintisiete  de la madrugada. Había perdido la noción del tiempo creyendo que sólo habían transcurrido unos cuantos minutos, con el elepé aun girando reproduciendo la misma melodía repitiéndose una, y otra, y otra vez. 

Un pavoroso sentimiento de horror intenso me invadió incapacitándome de actuar rápido, y de inmediato sentí la necesidad de quitar el disco de la tornamesa. No obstante apenas lo había pensado y las luces fulminaron agresivamente. 

La melodía se iba haciendo más aguda, el mismo ritmo pero más agudo. Un ambiente denso dificultaba la respiración haciendo a esta más pesada y sofocante. Hasta que mi vista se acostumbró a la penumbrosa oscuridad, pude moverme hasta la tornamesa. Pero bruscamente cayeron los demás elepés a mis pies y del susto corrí directo a mi habitación golpeándome un par de veces hasta encontrarla.

Me metí y cerré la puerta, el sonido musical era leve pero tétrico. Me acongojé en la orilla de la cama tapando la puerta y desviando pensamientos de mi cabeza. Levanté la mirada tras un hedor nauseabundo que parecía provenir de la ventana, volteé hacía ese punto y ahí estaba. 



Ahí estaba. Sus ojos blancuzcos presentes ante mí en la profunda y muda oscuridad. Nada más. Nada más que esas imitaciones de bolas de billar con un pequeño gris en el medio. Solo eso acompañado de una respiración espesa y fétida. Mirándome entre escabrosas notas de una melodía de violín bellamente hórrida.